A pesar de que en Islandia una barra de pan cuesta 6 euros y por un perrito caliente en un puesto callejero de la capital se pagan 10, en el año 2016 la isla recibió casi dos millones de turistas, lo cual supuso un incremento del 40% con respecto a 2015.
Para un país donde hay más ovejas que personas, esta avalancha de visitantes, fundamentalmente en verano, está comenzando a ser un dilema. Con una población de casi 335.000 habitantes, la isla recibe cuatro turistas por residente, según confirman las recientes estadísticas.
Tal vez los creadores de la serie Juego de Tronos, o los guionistas de la película La vida secreta de Walter Mitty sean los culpables de que Islandia se haya puesto de moda como destino turístico. O quizás fue aquel volcán de nombre impronunciable que, en abril del 2010, paralizó el tráfico aéreo en toda Europa. O podría ser que, compañías aéreas ‘low cost’ como la islandesa WOW Air, han moderado los precios en el sector del transporte aéreo.
Cualquiera que sea la razón, lo cierto es que el ‘boom’ turístico ha sido tan grande que el gobierno del país está preocupado por la protección de sus principales atractivos, por lo que como parte de las medidas para evitar la masificación, quiere añadir nuevas tasas a este segmento de la economía y limitar el acceso a los lugares más populares del país. “El sector y todos nosotros tenemos que tener cuidado de no ser víctimas de nuestro propio éxito”, aseguró el pasado mes de marzo Thórdís Kolbrún Reykfjörd Gylfadóttir, la ministra de Turismo de Islandia.
El temor que se extiende entre la población y sus dirigentes está más que justificado. El alud de visitantes puede dañar el equilibrio y la armonía que han logrado los habitantes de la isla con su entorno natural. Por ello, el Gobierno planea una subida de impuestos a operadores turísticos que ofrezcan excursiones a los destinos más solicitados, así como a empresas de autobuses y hoteles que disfrutan ahora de unas tasas reducidas del 11% (el general es de 24%).
Impuestos para Airbnb
En estos momentos, el turismo en el país del fuego y el hielo es la industria que más dinero mueve y atrae. Incapaces de albergar a la cantidad de visitantes que llegan, el número de alojamientos que se registran en la plataforma digital Airbnb crece a un ritmo más rápido que la construcción de hoteles. El margen de beneficios de los anfitriones es cada vez mayor, conscientes de que cuentan con un mercado en plena ebullición. No obstante, el gobierno islandés pretende que paguen unos impuestos especiales cuando sobrepasen 90 días al año en alquiler, una medida que busca evitar la “estampida” de islandeses del centro de la capital, área que sufre más las consecuencias del este fenómeno.
A principios de 2017, el número de hospedajes de Airbnb, solo en Reykjavík, ascendía a 3.000. Sin embargo, a las personas (sean extranjeros o nacionales) que deciden ir a vivir y a trabajar allí, les resulta muy difícil encontrar un inmueble en alquiler. Cuando se dan a la tarea de buscar en los anuncios de los periódicos o en las webs de las inmobiliarias, se llevan la sorpresa de que la oferta es escasa y los precios demasiado elevados (hasta 980 euros mensuales se podría pagar por una habitación de 15 metros cuadrados, en una zona céntrica de la capital).
En cuanto a la actividad hotelera, la ocupación anual creció un 33% en 2016 con respecto a 2015. Debido a la escasez de alojamientos tanto en Reykjavík como en otras ciudades, se ha acelerado la construcción de nuevos hoteles. En el año 2020, solo en la capital, habrá un 50% más de habitaciones.
Rosenda Rut Guerrero, salió de Colombia como estudiante de intercambio y llegó a Islandia en el año 1988. Allí conoció al que actualmente es su esposo y formó una familia. Luego, viendo las bondades que le ofrecía el sector turístico, abrió la casa de huéspedes ‘Laugabjarg’, en un sitio cercano al centro de la capital.
“Manejar un negocio de estas características es muy bueno, pues además de ser rentable, le das a los turistas toda la información necesaria para su estancia en Islandia. Aquí recibimos visitantes todo el año, sobre todo alemanes y escandinavos. Los meses de más afluencia son julio y agosto”, comenta la empresaria. Al preguntarle sobre la masificación que está sufriendo el país, no cree que sea un problema. “Actualmente se está trabajando fuertemente para ofrecer un mejor servició al turismo”, asegura.
Equilibrio en peligro
En este sentido, las opiniones están divididas y otros piensan que la avalancha de visitantes está poniendo en grave riesgo un entorno frágil. No todos los que llegan respetan de igual manera el medio ambiente y la naturaleza. En lugares únicos como el parque nacional Thingvellir, situado al suroeste y donde se encuentra una de las instituciones parlamentarias más antiguas del mundo, algunos dejan atrás botellas plásticas, cajetillas de cigarros vacías o se llevan un trozo de lava como souvenir.
Gobernantes y ciudadanos coinciden en un punto vital: los entornos naturales emblemáticos como el Géysir o las Cascadas de Oro no pueden soportar un millón de turistas anuales o más sin deteriorarse. Que nadie piense que entre los islandeses hay una especie de xenofobia turística. Nada más lejos de la verdad. Es un pueblo noble, trabajador y hospitalario. Simplemente quieren encontrar un equilibrio entre mostrar al visitante sus más preciadas joyas y protegerlas. En otras palabras, equilibrar la balanza consiste en cuidar y preservar el ecosistema, fomentando un turismo moderado, responsable y comprometido con la naturaleza.
Con sus pros y sus contras, el sector turístico en Islandia es una pieza clave para su economía. Además de ser una importante fuente de ingresos, emplea cada vez a más personas en la isla, las mismas que temen que la subida de impuestos y el incremento de los precios tengan un efecto negativo sobre el turismo. Temores aparte se dice que, a finales de 2017, esta isla remota y volcánica volverá a alcanzar cifras récord de visitantes.
Como en ocaciones anteriores (crisis del 2008), Islandia y sus medidas pueden ser el modelo que buscan muchos gobiernos europeos para resolver el problema de la masificación turística. Se trata de preservar la esencia de cada lugar aunque para ello, como dijera la ministra de Turismo, haya que limitar el número de visitantes. Los paisajes singulares e indómitos de esta isla que roza el Círculo Polar Ártico son un bien muy preciado, el patrimonio que debe mantenerse a salvo, más allá de intereses económicos.