Mientras tomo mi enésimo vuelo del año, tengo la sensación de que las cosas están cambiando vertiginosamente, pero muchas pasan desapercibidas.
Pasan desapercibidas cuestiones como la mala organización en los aeropuertos a la hora de embarcar, donde las aerolíneas ya no esconden que los embarques prioritarios dejaron de serlo. Se han convertido en un totum revolutum donde no existe prácticamente diferencia entre las llamadas de un grupo u otro, más allá del precio pagado. En este caso, Iberia Express está a la cabeza de este despropósito.
Cuando entro en un avión, tengo la sensación de que en España seguimos anquilosados en exigencias mínimas: con TCP (azafatas y azafatos) que ya no saludan cuando uno embarca porque están de cháchara con el compañero o leyendo el último mensaje en WhatsApp, con un nivel de inglés que roza lo cómico cuando atropelladamente dan indicaciones por megafonía o se niegan a actuar proactivamente con el pasajero que tiene dificultades por su poca experiencia o porque no llega a poner la maleta en el compartimento.
Es la misma sensación de desasosiego que me produce coger un taxi en cualquier aeropuerto de España, con paradas mal organizadas y un colectivo enfadado porque han perdido el monopolio; ese que produjo durante décadas que no tuvieran ninguna exigencia y donde el vestir de cualquier manera, el cuidado del vehículo y el conocimiento mínimo de conductas en favor de un buen servicio estuvieron fuera de cualquier óptica de mejora. Es innegable que la presencia en el mercado de Uber o Cabify han mejorado sustancialmente el servicio y las posibilidades, por lo que es una falacia decir que una mayor competitividad rebaja las prestaciones al usuario. Lo que sucede en la aviación, en particular en España, es producto de la permisividad de quienes gestionan. Y, claro, volvemos al debate entre lo público y lo privado. Si tú, como gestor de aeropuerto, permites que las aerolíneas actúen a su libre albedrío, al final el resultado es el que tenemos ahora. Uno observa cómo aerolíneas tradicionales como SAS parecen un oasis de la organización y la atención al cliente cuando coincide en un aeropuerto con alguno de sus embarques. AENA debería tomar buena cuenta, en especial, del Aeropuerto de Málaga y su caótica gestión del aparcamiento de Salidas.
Y es que tengo la sensación de que las cosas están cambiando porque empiezan a nacer empresas que se enfocan en la calidad sin engañar al cliente final. Los precios en clase business es una de las estafas encubiertas más insultantes del mercado de la aviación comercial. Se pueden ver diferencias del 700% entre volar en clase turista o en clase business en un mismo vuelo. Las aerolíneas, ávidas de rentabilizar, manejan comercialmente muy bien la obsesión por el status symbol de sus clientes más adinerados, ofreciendo servicios que muchas veces tienen poco de exclusivos y bastante de horteras. En esto me ha llamado la atención la muy interesante propuesta de una nueva aerolínea francesa que organiza vuelos solo en business a precio muy competitivo. En definitiva, no se trata de clasificar dentro del mismo servicio, sino de ser producto diferenciador y este me parece que va a ser el camino del futuro. Echando un vistazo a sus vuelos París-Nueva York, uno puede entender que es un modelo totalmente extrapolable a otras rutas en el futuro —más allá de la crisis actual y de la inflación galopante— puede ser un camino muy interesante para aeropuertos secundarios y nuevas aerolíneas más en consonancia con los tiempos que corren. Si te ha causado curiosidad, se llama La Compagnie.
Tengo la sensación de que dos profesiones que van a ser más que imprescindibles en el futuro más cercano van a ser las de fisioterapeuta y psicólogo (casualmente ambos hacen terapia). Por un lado, vemos modas de culto al físico, como esa actividad de leñador encubierto que es el crossfit. Personas haciendo agresivas cargas de peso, creando una cultura del esfuerzo, sacrificando articulaciones y la morfología natural del cuerpo. A cambio, un mercado que ha abierto la puerta a un público objetivo que dormitaba entre ir al gimnasio sin que lo pareciera, entre divertirse, pero sin salir al exterior solo, entre que prevalezca fuerza bruta y después la técnica. A expensas del fenómeno masculino de practicar este deporte sin camiseta (quizá aquí los psicólogos tengan algo que decir), los fisioterapeutas están frotándose las manos con tanto cliente potencial practicando esta actividad y tanto efecto secundario aún por descubrir.
Dije que también tenía la sensación de que las terapias en el psicólogo formarán parte de las necesidades del futuro y, por tanto, hablamos de otra profesión en ciernes. En esto hay países que nos sacan ventaja, pero viendo la evolución de las redes sociales, la necesidad imperiosa de controlar y ser controlado, de comparar y ser comparado, de sexualizar contenidos, de manejar distintos perfiles según la necesidad y de vivir, como drogodependientes, atentos a si alguien de tu entorno te ha hecho un “me gusta” o cuántas personas han visualizado tu video, nos encontramos ante una máquina de generar frustraciones nunca antes vista en nuestra sociedad. A pesar de que llevamos años enganchados a la red, estamos en pañales todavía en lo que a uso socialmente responsable se refiere y, en esto, jóvenes y no tan jóvenes están dejando arrastrar sus vidas por creer que tienen más followers gracias a su “original” contenido, con material, muchas veces, sexualmente contextualizado, a cambio de un ansiado patrocinio o de un contenido repetido y sin ningún valor.
Hablando de esto, ya son muchos los estudios científicos que avalan la influencia que tiene el uso de las redes sociales en las relaciones de pareja, ya sea para provocar rupturas como para generar espejismos de relaciones idolatradas que al final acaban en fracaso. Es el efecto “cuento de princesas”, pero de la factoría Instagram. La madurez de los usuarios —para ello la terapia se antoja necesaria— va a ser uno de los desafíos. Aquí un paper sobre el asunto.
Un turismo encorsetado, poco creativo, dejado de la mano de las modas y tendencias que marcan unos pocos y que, a cambio, ofrece nada o más de lo mismo
Y uno se puede preguntar qué tienen que ver cross fit, redes sociales y terapias con un artículo que debería estar enfocado al turismo. Pues bien, se trata de que tengo la sensación de que todo esto es una metáfora interrelacionada de lo que está sucediendo. Un turismo encorsetado, poco creativo, dejado de la mano de las modas y tendencias que marcan unos pocos y que, a cambio, ofrece nada o más de lo mismo, poniendo los índices de exigencia y calidad por debajo de lo mínimamente justificable y, sobre todo, provocando un efecto conformista donde nadie se hace preguntas, creyendo que está haciendo lo correcto, porque es lo que todo el mundo hace. Como el que practica crossfit que no se pregunta si llegar a los límites de levantar peso le llevará a tener lesiones en el futuro o a la/el influencer de turno, cuyas fotos solo tienen contenido sexualizado que parece ser la única manera de mantener tráfico en su perfil a cuenta de repetir la fórmula sin innovar.
Podría acabar la reflexión con un hashtag que resumiera mi parecer, pero eso lo dejo al #lectorqueesmássabio.
* Manuel Rosell Pintos es experto en dirección empresarial, marketing y turismo. Actualmente, es CEO de la consultora turística Abbatissa y la start-up hotelera Spot Hotels.