Que España ha sido siempre un país de contrastes es una obviedad que no me deja en muy buen lugar comenzando un artículo. Sin embargo, su oferta turística se está viendo invadida y manipulada de tal forma que muchos destinos, por alejados que estén unos de otros, parecen cortados por el mismo patrón. Si analizamos la oferta comercial (me ciño ahora a los comercios minoristas), todos los destinos parecen idénticos y diría que, aunque lo sabemos, no hacemos nada por evitarlo.
Pensemos en la calle comercial más importante de cualquier población con una fuerte influencia turística. Nos faltan dedos de las manos y los pies para contar, una a una y de memoria, todas las firmas y franquicias que estamos seguros estarán presentes en esa calle. La gente a esto le llama globalización. Pues no, no lo es.
La globalización implicaría un flujo circular de dinero y de productos. Si tomamos como ejemplo el cine, el mundo ve películas americanas, los americanos no ven películas del resto del mundo. Entonces, si no es globalización, ¿qué es? Lo que nos invade es la colonización cultural.
La globalización es brutal en el sentido más amplio de la palabra. Quien pide y promueve la globalización pide a cambio una libertad de acción que reconoce solo un principio: la ley del más fuerte y su arma más potente es la colonización cultural.
Esta ley está destrozando la genuinidad de muchos lugares que han dejado de ser pintorescos para convertirse en un escaparate de firmas reconocidas y reconocibles en tantos lugares. La oferta gastronómica local muchas veces no puede competir con las firmas de fast-food y el paisaje deprimente de ver a personas haciendo y comprando lo mismo que en muchos otros lugares nos da buena cuenta de lo poco que importa el destino en sí y lo mucho el “sentirse como en casa… haciendo lo mismo”.
Las grandes marcas se han apoderado del imaginario colectivo, lo gestionan a su placer y transforman a los individuos en consumidores “lobotomizados”. Como nadie les para, su presencia es tan invasiva que se han convertido en el verdadero Poder, bastante más omnipresente y capilar que los poderes religiosos, políticos o civiles porque, en definitiva, los aglutina a todos. (Aconsejo la lectura del libro No logo de Naomi Klein).
Cuando un hombre de mediana edad como yo compra unas zapatillas de la marca Vans, que me gusten más o menos no es lo más importante, ni siquiera importa si el valor del material de la zapatilla está relacionado con el precio que se paga (la suma de goma, tela y cordones). Se compra un mundo, en este caso el del hípster, ese nicho de mercado que los de mi edad hemos rellenado para parecer más jóvenes e ir con gorrito de lana y camiseta de manga corta en pleno verano y “jugar” todavía con el skate o soñando con surfear la gran ola en unas vacaciones idílicas donde el manual del buen hípster estipula que se tiene que alquilar una furgoneta, comer eco y tener una “morning routine”. Eso no es globalización, es colonialismo cultural. Una vez me definieron esto como “social uniform” y no puedo estar más de acuerdo.
De hecho, cuando pienso en la invasión de Rusia en Ucrania, llego a creer que uno de los motivos que han provocado esta guerra es que Rusia no tiene otro modo de generar dinero. Todos sabemos que la industria armamentística y las guerras generan negocios, pero en los últimos tiempos se había consolidado otro modo de mover el dinero y ese fue con la paz. Y la globalización, que lleva implícita mucho de colonialismo cultural, no puede darse en un país como Rusia. Como si de un concurso de televisión se tratara, dígame lector cinco marcas rusas (sí, ese que es el país más grande del mundo) que formen parte de su día a día. Bueno, dígame tres. ¿Alguna que le venga en mente?
El dinero occidental ha conquistado los países comunistas comprándolos, esencialmente. La solución se ha demostrado infinitamente más práctica que lanzar una bomba. El dinero decide moverse usando la paz. Y lo sabemos, no hay turismo, si no hay paz.
La globalización es un paisaje hipotético, fundado en una idea: dar al dinero el campo de juego más amplio posible. ¿Quién ha inventado ese paisaje y quién lo patrocina cada día? Fácil, ¿verdad? El dinero. ¿Con qué herramientas? El colonialismo cultural: hípsters, crossfit, ayuno intermitente, espiritualidad, foodies, NBA, el fenómeno Kardashian, Disney, Nike y su alianza con el PSG… la lista es interminable porque hay que llegar a todos los mercados objetivos.
Esa es nuestra mentalidad. Como las Vans me representan no miro por la calidad, sino por el mundo que me representa. Es como al que le gustan las patatas fritas de McDonald’s y te da una charla sobre que son mucho mejores que las de Burger King… ¡Cómo si las de ambos sitios fuesen clasificables como “patatas buenas”!
Sí, lo sé. A estas alturas han pasado por tu cabeza infinidad de marcas que acabas de darte cuenta están en todos los lados que visitas. Puedes incluso ni pensar en visitar otras ciudades. Los centros comerciales de nuestro país son réplicas. Las mismas tiendas, la misma oferta muchas veces en la misma zona de la ciudad.
Se pierde el contraste del comienzo del artículo. Perdemos cultura, identidad, personalidad y, sobre todo, ser genuinos que es el arma más poderosa que podríamos usar una vez que sabemos que tenemos un país y un clima maravillosos. Estamos a tiempo.
* Manuel Rosell Pintos es experto en dirección empresarial, marketing y turismo. Actualmente es CEO de la consultora turística Abbatissa y la start-up hotelera Spot Hotels.