Quienes llevamos años trabajando de una u otra forma en el turismo que se desarrolla en las zonas rústicas hemos visto cómo ha evolucionado tanto la demanda como la oferta y, entre otras cosas, cómo su nacimiento, basado en la actividad rural, agropecuaria –es decir, el agroturismo–, fue paulatinamente sustituido por los alojamientos compartidos, la hotelería, apartamentos y las casas independientes, que actualmente son la mayoría en muchas regiones y países. Eso sí, todos tienen en común el entorno donde se ubican: los municipios rurales de diversos tamaños y, en algunas ocasiones, con una limitada presencia de actividad productiva rural.
En sus orígenes y hasta hace apenas un par de décadas, la demanda turística mayoritaria viajaba por la motivación clara de sumergirse en el mundo y medio natural, en la naturaleza en todas sus dimensiones y en el descubrimiento de un patrimonio cultural y social inherente al medio rural. Ante todo, se priorizaba o se daba énfasis a los valores que podrían percibirse de ese entorno social de los pueblos y del campo.
Pero la demanda mayoritaria hacia esta oferta turística ha ido cambiando o, si lo quieren decir de otra forma, evolucionando, de tal forma que apenas tiene rasgos parecidos a la anterior, ya que esos valores del patrimonio rural han pasado a un segundo o, incluso a veces, último rango de interés.
Y es obvio que, cuando la demanda cambia, gran parte de la oferta también lo hace, adaptándose todo lo que pueda a estas nuevas motivaciones y expectativas. Y, si bien se podía apreciar desde hace bastantes años –y lo digo por propia experiencia de haber tenido y gestionado un centro de turismo rural y naturaleza en el norte de Extremadura–, es en estos últimos años cuando se ha podido notar con más claridad y no digamos en esta nueva época de pandemia y postpandemia (lo de post es por ubicarlo en la etapa actual).
Y es obvio que, cuando la demanda cambia, gran parte de la oferta también lo hace, adaptándose todo lo que pueda a estas nuevas motivaciones y expectativas
Tengo muchas amistades propietarios y gestores de alojamientos rurales en España y Latinoamérica que me llevan confirmando lo que les acabo de contar sobre la evolución de las expectativas de la demanda, donde la clientela o usuarios esperan y valoran más aquellos atributos que poco tienen que ver con el entorno rural o natural, sino con una serie de facilidades turísticas que se pueden encontrar en cualquier establecimiento urbano de cualquier ciudad: la buena conexión Wi-fi –aun internet de alta velocidad–; por supuesto un televisor de cierto tamaño –preferiblemente Smart TV–; lugares donde puedan celebrarse fiestas o despedidas de soltero/a; una cocina, como mínimo, de vitrocerámica para poder encargar comida a domicilio de tipo casero, pero con existencias de pizzas, hamburguesas y posiblemente hasta algún sushi; chimenea, aunque un porcentaje altísimo no sepa manejarla y pueda poner en peligro la supervivencia del hogar; mejor que tengan jacuzzi o sauna… Y un largo etcétera que, como verán, no están relacionados con esos valores rurales.
La influencia del turismo convencional ha cambiado la esencia primaria de esta tipología turística, tanto por la búsqueda de la rentabilidad y competitividad, como por las motivaciones de la demanda, aunque sin duda mucho más por ésta última.
Se han dado varios casos de denuncias a ayuntamientos por las molestias de ruidos de gallos y gallinas al amanecer, vacas o cerdos por olores…
En algunos países como España, aunque también en Francia y seguramente en otros de los que no tengo información suficiente, esta demanda turística trata, y muchas veces consigue, de cambiar esos valores del campo por otros más urbanitas, como son los varios casos de denuncias a ayuntamientos por las molestias de ruidos de gallos y gallinas al amanecer, vacas o cerdos por olores o miedos, insectos, reptiles, ofidios, tractores… Tanto como para obligar a cambiar los horarios de las campanadas de las iglesias a partir de ciertas horas.
He leído que en algunos municipios ya ponen grandes letreros en las entradas avisando a los visitantes de todo lo que pueden encontrar en sus pueblos para que, de alguna manera, sepan con anticipación lo que pueden encontrarse.
La situación es tal que, como ya publicamos no hace mucho, se han desarrollado pueblos fantasmas como Xiapu en el sur de China, donde todo un núcleo rural se ha adaptado solo para responder a las expectativas imaginarias de turistas y donde hasta parte de sus habitantes son actores que representan escenas bucólicas para ser fotografiadas o crear experiencias memorables. Todo un parque temático de Disney, pero a lo chino.
La cuestión es ¿hasta qué punto se debe transformar la oferta, el destino y el entorno rural y natural para satisfacer la mayoría de la demanda turística actual y venidera? Es obvio que los otros segmentos turísticos que buscan esos atributos se verán forzados a cambiar de destinos y tengo mis grandes dudas si esta respuesta a la evolución de la demanda es un desarrollo y gestión sostenible y competitiva.
Entiendo y se debe asumir que es necesario responder a las motivaciones y expectativas “creadas” por la oferta, pero otro tema es responder a las expectativas de la demanda sobre un campo, entorno rural o natural imaginado, inventado o deseado que no tiene relación con el territorio.
En general, se ha creado una tendencia clara de turismo urbano, pero en el entorno rural, donde el escenario se puede observar como si fuese una película u obra de teatro y con un guion completamente adaptado a ese imaginario urbano que tiene sobre lo rural y natural.
No es cuestión de criticar a la oferta que apuesta por esta opción o a la demanda que lo busca, sino alertar de las consecuencias que puede acarrear por esa ruptura de equilibrio y por supuesto por la pérdida de sostenibilidad.
*Arturo Crosby es editor de Natour magazine.