En su concepción original, la ideología es una desviación de la conciencia que produce la alienación. La ideología se basa en la tendencia humana a falsear la realidad en función del interés.
En el mundo del turismo, la ideología dominante en la clase propietaria, en las organizaciones patronales y en los medios de comunicación especializados es la conservadora, como es lógico. Son solo unos miles, pero se arrogan a través de los intelectuales a su servicio, la representación de los dos millones seiscientas mil personas que trabajaban antes del desastre en este campo, de los cuales un millón seiscientas mil en cafeterías, restaurantes y bares, la mayor parte de ellos sin ninguna conexión con el turismo.
Los intelectuales son los encargados de mantener la relación entre estructura —el mundo de la producción— y superestructura, su reflejo en la sociedad civil y política. En España, han hecho un magnífico trabajo.
Dentro del llamado sector turístico existen cientos de organizaciones nacionales, regionales y locales. Alguna tiene una importante representación sectorial como CEHAT o económica: EXCELTUR, pero la mayor parte representan a pequeños grupos con intereses comunes y muy limitada influencia geográfica. Otros se representan a sí mismos.
Todos esos grupos y sus intelectuales conocen muy bien su función sin necesidad de recibir instrucciones y cuáles son los intereses que tienen que defender y a quien hay que atacar ahora: al Gobierno.
Recientemente, hemos podido comprobarlo con varios casos.
Aseguraban los intelectuales que la cuarentena nos posicionaba negativamente frente a algunos competidores y había que levantarla rápidamente. Resultó ser una discusión inútil, puesto que el mercado emisor todavía no estaba preparado para arrancar. Resultado: no hubo pérdida de posición relativa y algunos países, como Grecia y Portugal, se arrepienten de haberla levantado demasiado pronto.
También, afirmaban que la apertura de las fronteras se hizo con 15 días de retraso cuando otros ya habían abierto, cuando en realidad poquísimos turistas tuvieron interés en aprovechar ese espacio para acudir a otros destinos.
Acusaron al Ministro de Consumo de haber ofendido a un sector que representa el 13% del PIB, sin argumento técnico alguno. Nadie explicó cómo dentro de este magma del turismo hay áreas de alto valor añadido, como la gestión de grandes cadenas hoteleras o la de las compañías aéreas y los aeropuertos y, en general, todas las que atienden al turismo internacional, pero también hay que reconocer, para poder mejorar, que más de 800.000 empleos lo son a tiempo parcial (cifras anteriores a la pandemia) y que 500.000 extranjeros trabajan en el sector con salarios humildes. Claro que varias aéreas del turismo generan escaso valor añadido y bastantes empresas no podrán sobrevivir en los próximos dos años y eso no es ofender al turismo.
Como ya ha desaparecido una gran parte de las dificultades para que el turismo funcione, ahora hay que buscar culpables preventivos por si las cosas se tuercen, lo que puede ocurrir fácilmente. Truco bien antiguo. La Comunidad de Madrid acusa al Ministerio de Transportes, y los intelectuales lo repiten, por no efectuar las pruebas necesarias a los visitantes en el aeropuerto, incluso con argumentos pretendidamente técnicos. Pero da la casualidad de que el aeropuerto depende del Gobierno Central que, por definición, es malo. Cuando cierra la puerta mal y cuando abre la ventana peor.
La última es acusar a ese mismo Gobierno de dejación de funciones por permitir limitaciones a la libertad personal, esa libertad por la que clamaban hasta hace poco, acusándole incluso de no respetar la Constitución, pero eso sí, sin denunciarlo ante el TS como sería la obligación de un partido opositor.
El más competente de esos “intelectuales orgánicos" califica, en una importante publicación especializada, la actuación gubernamental de esperpéntica, tragicómica y de trágicas consecuencias. Nada que objetar, la obligación de la prensa es controlar al ejecutivo, pero lo que no puede pretender es que creamos que esa crítica no tiene carácter político, que está claro que lo tiene. Si no la tuviera, no habría que negarlo en el propio texto ni usar los excesivos adjetivos.
Aprovechando el verano, a algunos les vendría bien releer los textos de Antonio Gramsci sobre la función de los intelectuales como nexo de unión entre estructura y superestructura.