Debido a esa batería incesante llena de focos y colores que invade cualquier red social, plataformas digitales y blogs de todo el mundo, hecha a medida por el lobby gastronómico de “colegueo” que lo maneja en formato de asociaciones, academias, guías y premios awards, suele pasar que, a veces, estamos tan empanados por el marketing gastronómico que proviene de los medios que solo escriben de la “elite” y donde a más de uno se le nubla la vista queriendo ser como ellos, que nos olvidamos del recorrido, de la esencia que vivimos en el camino. Nos olvidamos de quienes somos y qué representamos la gran mayoría de los mortales que vivimos de esta profesión.
Las frustraciones, especialmente en los jóvenes que tienen ciertos ídolos marcados en su retina, pretendiendo ser como ellos, son cada vez más constantes, ya que el escaparate que les venden y ven frente a sus ojos está a años luz de ser alcanzado —en el caso de que eso pudiese suceder—.
Vivimos en una sociedad donde los jóvenes no tienen paciencia y lo quieren todo para ayer y, si puede ser, sin demasiado esfuerzo ni aprendizajes. Los viejos hace tiempo entendieron que nada es gratis en esta vida y, por supuesto, hay que invertir en ella a través de los valores que hoy por hoy muchos quieren saltarse para llegar antes a su propósito imaginario, sin calcular adecuadamente la distancia del salto y, en consecuencia, la mayoría se estrella por el camino o decide cambiar de profesión.
Recuerdo hace ya unos años en los que hacía la misma ruta cada día para ir a mi lugar de trabajo —unos 60 km de distancia entre mi casa y el destino—. A mitad de camino, en la autopista, se paraba mucha gente a tomar el primer café de la mañana en la misma área de servicio. Era una estación de gasolina con un pequeño supermercado y una cafetería, no muy grande, pero por alguna razón cientos de personas, trabajadores de distintos sectores, comerciales, empresarios y otros parábamos allí. En muchas ocasiones se nos hacía complicado poder acceder a la primera línea de la barra o a una mesa libre para ese deseado café madrugador, que solía durar un suspiro, pero te ponía con suficiente energía para continuar el viaje.
Mis primeros días, fueron de espera relativa, ya que los camareros se esmeraban a servir con rapidez porque el 99% de la facturación en esa franja horaria era a base de cafés, pero dependiendo de su rapidez la cantidad podía arreglarles el día.
Pasada la primera semana rutinaria de parada obligatoria para adquirir esa dosis de cafeína mañanera en el mismo lugar, una de las camareras, según yo entraba por la puerta y mientras buscaba la mirada de alguno de los empleados para pedir mi café, cruzó la suya con la mía, sin palabras y con un gesto con el dedo por encima de las cabezas de otros clientes me señalaba hacia una punta de la barra donde había una taza de café con un plato boca abajo encima de esta. ¡Era mi café! Sin pedirlo. Dejé en el mismo lugar un euro después de tomarlo y salí sin espera ninguna, ni para pedirlo, ni para pagar. Con el tiempo me di cuenta de que no solo lo hacía conmigo, sino que era una práctica habitual con clientes que repetían diariamente en esa franja horaria de estrés y acumulación de clientes y que ella sabía que andábamos con el tiempo justo y siempre tomábamos lo mismo. Por su puesto, en ese lugar había un código ético y cada cliente respetaba esas monedas sueltas en la barra y los camareros sabían perfectamente de quién se trataba cada cobro.
Su técnica era simple, desde la barra podía ver a través de un gran ventanal de cristal, los coches que llegaban al aparcamiento y sabía perfectamente quienes éramos y que solíamos tomar, con lo cual, cuando nos veía bajar del coche se ponía a preparar el café para que justo cuando entráramos por la puerta, simplemente tuviese que señalar con el dedo donde estaba. Para ese momento del día, basado en las circunstancias particulares que rodeaban toda la escena, abarrotado de gente, tiempo justo y necesidad de cargar batería, esa camarera se convirtió para mí, por encima de guías gastronómicas, estrellas, soles o revistas, en la mejor camarera del mundo.
Lo mismo pasa con la comida, basta que haya un cliente que diga: “es lo mejor que he comido en mi vida”, refiriéndose a un plato en particular que haya pedido de tu menú y esté degustándolo, que suele ser común en nuestra profesión, para que automáticamente dicha frase te ponga, por definición de esta, en la posición del mejor cocinero del mundo en ese momento de placer y para ese cliente en particular.
¿Necesitas algo más sano y real que la plena satisfacción de tus clientes?
Siéntete orgulloso de lo que haces cada día y disfruta del camino porque para más gente de la que piensas, eres único.
*Víctor Rocha López es Corporate Chef F&B Culinary trainer. Autor del libro El humo que todo lo quema.