Me enamoré de ella antes de conocerla. La había visto desde lejos, con una puesta de sol a sus espaldas que la hacía seductora, atractiva, irresistible. Nos separaba un brazo de mar, pero estaba dispuesta a cruzar nadando hasta llegar a su orilla y apreciar desde muy cerca sus encantos. Ese día no fue posible. La claridad fue mermando y la noche frustró mis planes.
Un año más tarde, el caprichoso destino me ha complacido y por fin he podido encontrarme con ella. Reconozco que es mucho más hermosa de lo que imaginaba. El amor a primera vista se ha convertido en amor eterno, aunque suene a expresión cursi y manida. Su nombre es La Graciosa, la octava isla canaria, y se parece mucho al planeta Marte o a Islandia. Forma parte del archipiélago Chinijo junto con los islotes de Montaña Clara, Roque del Este, Roque del Oeste y Alegranza.
La Graciosa se encuentra al noroeste de Lanzarote, isla de la que depende administrativamente. En sus 29 kilómetros cuadrados sólo se levantan dos pueblitos con sus casitas blancas de ventanas azules y calles de arena: Caleta de Sebo (capital insular) y Pedro Barba. En 2018, su población era de 734 habitantes. El explorador normando Juan De Bethencourt llegó a sus costas en el año 1402 y la conquistó. Fue nombrada como una de las “Islas de Canarias”, bajo la soberanía del rey de Castilla y de León en el Tratado de Alcázovas (1479), según cuentan los historiadores.
Datos geográficos, administrativos e históricos aparte, La Graciosa es un remanso de paz. El silencio y el paisaje son sus mejores atributos. Para una caribeña como yo el agua de sus playas puede resultar un tanto fría, pero su transparencia te invita a entrar y en ella se diluye cualquier preocupación. Subir a Montaña Bermeja fue todo un reto para mí por el temor a las alturas, sin embargo, valió la pena. El paisaje sobrecoge al alma: la playa Las Conchas de arenas rubias, el islote Montaña Clara como un cachalote a la deriva, y el resto de montañas con sus cráteres observando alelados el cielo plomizo por estos días.
Mucha gente prefería alquilar un jeep para recorrer la isla. Mi marido, un amigo y yo optamos por las bicicletas y las caminatas. Hay que pedalear en La Graciosa, aunque los caminos parezcan intransitables, llueva y los rayos se dibujen en el horizonte como temibles serpientes. Dejar que tus pasos se pierdan por unas costas de arenas claras, aguas tranquilas, caracolas y piedras volcánicas que salpican en entorno. La recompensa está a unos pocos kilómetros, en la playa de la Cocina, junto a la Montaña Amarilla que más bien parece untada de mostaza; un monumento natural donde la lava se quedó suspendida como amenazantes estalactitas y las formas de las piedras recuerdan a los trolls descritos por las sagas nórdicas. Después de conocerla, olerla, saborearla, sentirla, te marcharás con pena y querrás volver porque el amor es así, una vez que te atrapa jamás te libras de sus encantos.