Nuestra privilegiada situación geográfica, referencia para la conexión entre mundos y continentes; agraciadas las ocho islas por las energías creadoras del fuego volcánico amansado por los brazos cálidos del Océano Atlántico, las Islas Canarias han sido desde tiempos sin principio la referencia terrenal del Paraíso para marinos y conquistadores; para artistas, escritores y viajeros que buscaban y encontraban en sus costas y con su gente, el lugar perfecto para alejarse de un mundo que irremediablemente se iba dirigiendo hacia la neurosis de la modernización.
Los testimonios históricos de británicos, portugueses, franceses, alemanes y como no, de personajes ilustres de nuestros lares como don Miguel de Unamuno, César Manrique, Dolores Millares Cubas, Carmen Laforet o los hermanos Néstor y Miguel Martín-Fernández de La Torre, entre otros muchos, dedicaron parte de sus vidas y obras a promocionar y a proteger Canarias como la inigualable maravilla atlántica que tanto atrajo la atención de muchas civilizaciones.
Hoy toda esa histórica consideración está en tela de juicio. Desafortunadamente la cultura, la arquitectura y el respeto a la tradición están a punto, si no se entra en razones, de perder para siempre la esencia de uno de los iconos arquitectónicos de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria: el Hotel Santa Catalina. Un edificio palaciego de arquitectura regionalista, proyectado por el arquitecto grancanario Miguel Martín-Fernández de La Torre, máximo representante español del racionalismo en la arquitectura, está hoy siendo sometido a una serie de reformas que sin duda alguna necesita. Hasta aquí todo bien.
El problema aparece cuando, en un edificio protegido como este, en un entorno también protegido, el Grupo Barceló (GB) ganador del proyecto de rehabilitación, decide construir en los aledaños del hotel una serie de elementos discordantes con el estilo y el espíritu del resto de la obra de Martín-Fernández. Con el pretexto de que don Miguel siempre quiso abrir el hotel al Parque Doramas, los arquitectos del GB, sin tan siquiera consultar los dibujos y bocetos que don Miguel había dejado previstos para esta situación, decidieron planificar y edificar una galería mastodóntica en la fachada trasera del hotel, revestida con plaquetas de pizarra gris, dinteles horizontales y pilares cuadrados de un exagerado grosor, que nada tienen que ver con el estilo regionalista del resto de hotel y que, junto a un monstruoso poliedro color caoba que han erigido en la fachada norte, arrasan con el encanto de lo regional, lo artístico y lo cultural de ese importante elemento hotelero turístico y diferenciador, con el que el Hotel Santa Catalina destacó a lo largo de los siglos a la capital económica del archipiélago.
Un edificio tan emblemático, con tanta historia y tantas historias ni puede ni debe dejar de ser la perla que siempre fue para transformarse simplemente en un hotel más; en otro hotel más del estilo de los hoteles Barceló. Pero lo que es más importante aún, Las Palmas de Gran Canaria, ciudad y ciudadanos, no podemos perder (otra vez) un elemento identificativo de lo nuestro, de nuestra cultura y nuestra historia, con la connivencia de su dueño actual, el Ayuntamiento de la ciudad y el silencio de instituciones que, por su naturaleza estatutaria están obligados a defender nuestro patrimonio arquitectónico.
El futuro de Canarias y de Gran Canaria en este siglo XXI no pasa por transformarnos en un destino turístico del montón. Volver a ser únicos pasa por recuperar la autenticidad, por respetar y recuperar nuestro tipismo y singularidad y por no permitir nunca más este tipo de atentados a nuestra arquitectura en plazas y ciudades.